sábado, 20 de abril de 2013

Y es que hay días que me siento tan pequeño que mi corazón me sabe a rascacielos. Y llego tarde, llego tarde al piso más alto rozando el último escalón cuando todos se van, y vuelvo con ellos, pero con menos recuerdos..

Así es como las cosas giran a catorce mil revoluciones por minuto a causa del vértigo, mientras yo caigo con la esperanza de topar con alguna rama que frene mi caída; pero nada, parece que alguien ató las piedras del camino a mis tobillos mientras dormía,y así estamos, así estoy; sin tropezar y, a su vez, sin dejar de caer, sintiéndome como ese cortado; rodeado por unas manos ajenas y llevado hacia una boca para ser sorbido sin oponerme, ¿Para qué? .Sonreír, me gusta sonreír cuando me hago café y me transporta a noviembres.

Y sí, menciono todo esto porque vale la pena, porque siempre llega esa mañana en la que, al abrir los ojos frente al espejo, te percatas de que tu nariz quedó a dos milimetros del asfalto, sin rozarlo, pero tan cerca que el olor a ciudad mojada cala hasta tus costillas para llenarte el pecho de ese orgullo personal, de ese ego que palpita al percatarse de que, a pesar de sus espinas, mis pulmones cicatrizan bajo tiritas y me elevan, otra vez, al intento masoquista de volver a trepar por las paredes de ese rascacielos, pero, eso sí, esta vez sin mirar abajo por si el maldito vértigo vuelve a hacer de las suyas y acabemos manchando el traje con la mierda del asfalto mientras intentamos despertar en una cama que no es la nuestra, oliendo una colonia que no es la mía y tumbado en el lado de la cama opuesto al que estoy acostumbrado. Despertarme sin mis manías, sin mi vértigo, sin piedras en los tobillos. Despertar cayendo, pero sabiendo que, al mirarme en ese espejo de mi cuarto de baño, volveré a percatarme de que esos dos milímetros siguen salvándome la vida y haciendo que vuelva a buscarme, una vez más.

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