domingo, 30 de septiembre de 2012

Aquí la primavera, ¿Ha cambiado algo?



¿Qué es lo que cambia dentro de un tren? Pasan las horas, se supone que vamos acotando el sueño, que vamos cubriendo los metros que le ponen nombre a la distancia. Pero ¿qué es lo que cambia? Yo he cambiando un centenar de veces de posición. ¿Solo eso? Mi compañera, a la que se le ha agotado la batería del móvil poco después de salir, lleva varias puestas de sol sin pestañear. En el asiento treinta y dos, inmóvil, un hombre mayor cuenta que hace no mucho estuvo en China y compró unas alfombras preciosas. En el veinticuatro una mujer disimula las lágrimas con un libro de Ken Follet. En el dieciséis descansa El extranjero de Oxford, una botella de agua, un kit-kat y un lápiz ya sin punta. Todo duerme. ¿Qué es lo que cambia, entonces? El cincuenta y uno está vacío. En esa plaza, los que más miedo tenemos, ponemos todo lo que nos asusta en cuarentena. A su lado, una señora lo custodia. El reloj lleva dos horas marcando las cinco y veinte y en el asiento cinco (y en el seis) y en el veinte (y en el veintiuno) ocurren cosas similares. El amor, que no cambia, que sigue y sigue pegando manos con super-glu, cinturas con pegamento de barra, labios con el de los post-it para así (poder besarse y no besarse y así [poder besarse y no besarse y así] poder besarse y no besarse y así) poder besarse y no besarse. 



Yo estoy en la plaza cincuenta y cuatro. Llevo en ella varios años y aún no ha pasado por aquí la primavera. ¿Ha cambiado algo? Estoy triste. No mucho. Pero me entristece ver que no dejas de demostrarme que te quiero (como hacías antes, como hace menos de un año). Que no puedo bajarme del tren. Que no hay frenos para tales urgencias. Que no tengo dinero para volver hasta ti y decirte lo mucho, lo muchísimo, lo tantísimo que me siguen doliendo este tipo de nostalgias.



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